Aun recuerdo con lujo de detalles la primera vez que vi la
imagen que ilustra la columna de hoy; La cabeza tirada hacia atrás en una pose
desafiante. El cuello imposiblemente largo. El pelo corto y rubio y un nombre
que cambiaria mi vida para siempre, Madonna.
” Verdaderamente Triste” rezaba la malísima traducción al español
del título de aquel disco (o mejor dicho, casette), hoy un clásico de su
discografía. De los parlantes del radiograbador de mi tío brotaba ese canto de
sirena llamado La Isla Bonita mientras que afuera era verano, corría 1987 y yo
descubría que, al igual que millones alrededor del mundo, ya no podría pasar un
solo día sin escuchar o saber de ella. El hechizo estaba consumado, pero…¿Quién
era realmente esa chica?
Había tenido mi despertar musical apenas un verano antes,
cuando escuché por primera vez a Michael Jackson y su irresistible Billie Jean,
pero esto era completamente diferente.
Lo que provocaba esta neoyorquina de veintitantos en mí era nuevo e
indescriptible. No pasó mucho tiempo hasta que pude verla por televisión
moviéndose al compás de su música y el hechizo fue completo; saliendo desde el centro de una torta, vestida
de novia y arrastrándose por todo el escenario mientras la audiencia no salía
de su asombro. Era pura provocación, sensualidad, arte y sexo (aunque tardaría,
claro está, varios años en entender de qué se trataba esta última palabrita de
cuatro letras). Mi abuela sólo tenían palabras de desaprobación hacia ella (por
decirlo educadamente) lo cual convertía a cada oportunidad de verla o
escucharla en el más dulce de los placeres prohibidos. El tiempo fue pasando, y
mientras ella se convertía en la estrella pop más grande del planeta con cada
paso que daba yo también crecía y desde este rincón del planeta no dejaba de admirarla
en cada una de sus versiones; La rubia y ambiciosa, la morena de rulos
profundos, La de los corpiños de conos, la de las cruces prendidas fuego, la de
las coreografías imposibles, la del porno soft del libro Sex, la que se
convirtió en Evita…tantas canciones inolvidables, tantos momentos de mi vida
ligados a ella o inspirados por su inteligencia, su audacia, su tenacidad. Es
cierto que ha tenido algún que otro momento bajo ¿pero a quién le importa? ¿Acaso
no los hemos tenido todos?...
A menudo su música es tildada por la crítica especializada
de pasatista, pero déjenme decirles con total objetividad que a pesar de llevar
más de treinta años en el negocio, Madonna sigue siendo lo nuevo, lo que está
por ponerse de moda, la tendencia que se viene. No existe en la actualidad
ningún otro artista que esté a la
vanguardia sin caer en el pecado de repetirse como lo hace ella, siempre atrás
de encontrar ese sonido nuevo, de montar un espectáculo que nos vuele la cabeza
o de dejarnos con la boca abierta. Siempre preguntándonos “¿Y ahora, qué?”. Esa
es Madonna. Es más que música, es más que imagen. Es arte, innovación,
inspiración, poder, es una de las personas más inteligentes del espectáculo,
por lo cual a menudo se la suele tildar de exigente y malhumorada, pero imagino
que no debe ser nada fácil mantenerse en la cima durante tanto tiempo ¡y encima
verse tan bien! Yo en su lugar sería insoportable, pero eso es otra historia.
Este Sábado 22 de Diciembre, y mientras ruego a Dios que la
profecía Maya no se cumpla (al menos no el día señalado), me preparo para verla
revolcarse en vivo sobre el escenario del Chateau y comprobar porque, hoy con
54 años a cuestas y después de 25 años de haberla escuchado por primera vez me
sigo preguntando, al igual que millones alrededor del mundo “¿Quién es esa
chica?”.
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