Nostalgia. Ese maldito sentimiento mezcla de pérdida y dolor
por algo que no podremos recuperar, simplemente porque escapa a nuestras
facultades o porque desgraciadamente no se puede volver a repetir. Porque la increíble
máquina del tiempo de George H. Wells en realidad es solo un lindo y
entretenido libro o alguna que otra penosa versión cinematográfica del mismo, pero
nada más. Solo ficción. Quien pudiera, sobre todo la gente de mi generación
volver a un punto en particular, a ese donde las cosas nos resultaban fáciles,
divertidas, nuevas y de muchos colores; la infancia. Y para nosotros, los de
treinta y tantos esa etapa pertenece a un momento especial en el tiempo, a una
década que fue clave, un antes y un después para el mundo, los años ochenta. Quién
no recuerda las tardes en casa de la abuela, tomando chocolatada de Nesquik con
galletitas surtido Bagley, de esas que se compraban sueltas en el almacén de la
esquina, mientras en la tele daban Garfield, Marina y los chipicopos o, como
olvidarnos de la santísima trinidad conformada por He-Man, Mazinger Z y Los Halcones Galácticos. Y las nenas disfrutando
de sus Ositos Cariñosos, Mi pequeño Pony, las Barbies o los muñecos de Yolly
Bell.
Hacer la tarea rapidito para poder salir a jugar con los
amigos con el cubo Rubik, el Tiki Taka o andar en patineta, mientras comíamos
juguitos congelados aun cuando hiciera frio y después nos doliera la garganta.
Mirar con asombro cuando algún compañerito de primaria caía con las Adidas New
York, regalo de algún pariente que había viajado afuera porque acá no se
conseguían, o jugar a las figuritas, gastarse la plata de la merienda comprando
paquetes y paquetes hasta conseguir “la más difícil” para poder completar el álbum
y cambiarlo por el gran premio, que podía ser un muñeco, una remera o un
poster. El despertar musical de la mano de los primeros casettes y ese walkman
que cada dos por tres se tragaba la cinta y teníamos que volverla a su lugar
utilizando una lapicera Bic. Recuerdo la primera vez que fui al cine, aunque
fuera para ver una película de Luis Miguel a quien mi hermana mayor idolatra
hasta el día de hoy, y ver a todas las adolescentes llorando a los gritos
cuando a “Luismi” le cortan la pierna (ya saben de que película les hablo). Los
vasos de Pepsi con los personajes de Batman y los yo-yo de Coca Cola, porque en
aquellos años todo era coleccionable entonces uno pasaba meses juntando cada
pieza hasta completar el juego. Reírnos de nuestros hermanos mayores por sus
camperas con hombreras, sus jeans nevados o sus botas tejanas, pero ¡que ganas
teníamos de usarlas! aunque hoy nos parezcan la cosa más atroz jamás creada ¿o
no?
Pero ¡atentos! Que no hay que vivir colgando del pasado bajo
el lema de que es mejor que el presente. Cristalicen esos recuerdos en cosas
buenas y positivas. En estos tiempos de nostalgia retro impuesta a falta de
nuevas ideas fue un placer haber recordado un poquito con ustedes de mí
infancia y, tal vez haber tocado puntos en común, mis ochentosos lectores. Gracias
como siempre por estar y hasta la próxima.-