Como duele cuando te roban. Como jode. No importa cuántas
horas hayas pasado ensayando en tu cabeza ese posible y tan desagradable
momento, lo cierto es que cuando te toca vivirlo no actuas ni como Bruce Willis
ni como el Hombre Araña. La escena no termina con el caco tras las rejas y vos
sonriendo. Esto es la vida real. Tenés miedo, y lo único que querés es que el
robo se termine rápido para poder encerrarte en tu casa y no ver absolutamente
a nadie, tratar de olvidarlo aunque cada vez que lo intentás vuelve
automáticamente a tu cerebro como un boomerang. Al menos a mi me paso eso. ¿Por
qué a mí? ¿Por qué de toda la gente me eligieron a mi? Porque seamos realistas,
de todas las cosas que pasan por nuestra cabeza en ese momento si hay algo que
no hacemos es pensar en el prójimo. Tal vez me tocó porque parezco muy débil, o
demasiado distraído siempre con mis auriculares a todo volumen. O es que, no sé
¿será que es un error seguir confiando en la gente?
Me robaron dos veces. La primera vez estaba acompañado, lo
cual acrecentó considerablemente el pánico en mí. Fueron los tres minutos más
largos de mi vida. Si, fueron tres, los conté. Recuerdo estar contra una pared
sintiendo en mi estomago el frio del cañón del revolver mientras que a mi
hermano que estaba conmigo lo molían a patadas en el piso porque se resistía al
asalto. Cuando por fin todo terminó, nos dimos cuenta que había dos personas
que habían estado mirando toda la escena, pero ninguno hizo nada, ni siquiera
llamar a la policía. Fue terrible. También lo fue darme cuenta que como
sociedad el pensamiento general es que, mientras le pase al otro y no a mi no
hay que meterse, a ver si todavía la “ligamos de arriba”.
Durante casi un año no pude volver a salir de noche. Me
movilizaba a todas partes solamente en taxi y cuando por fin lograba dormirme
lo hacía con una liviandad tal que el menor de los ruidos me despertaba de un
salto. Hacer la denuncia solo me sirvió para poder sacar de nuevo mi documento,
que estaba guardado en la billetera que me sacaron, y por la garantía del
celular, que me reconocieron por el seguro la mitad de la compra de un nuevo
equipo. Pasamos a ser otro dato más para la estadística diaria de la policía. Archívese
y a otra cosa que por suerte la sacaron barata, según las palabras del oficial
de policía que me tomó declaración.
Cuatro años más tarde me toco volver a vivir esta pesadilla
cuando, al volver a mi casa del trabajo una moto en la que iba una pareja con
su bebé de no más de un año se subió a la vereda y otra vez, me encañonaron. Yo
quedé peor que la primera vez. Nunca voy a olvidarme la cara de esa criatura.
Nunca. Yo solo podía pensar en que ojalá cuando crezca nunca le toque estar en
una situación similar, ni de un lado ni del otro. Mientras, su padre me arrancaba
los auriculares de las orejas de un solo tirón. De nuevo lo mismo; denunciar la
tarjeta de debito, dar de baja la línea del celular (que había cambiado hacia
apenas dos semanas) y a volver a hacer la cola a las cinco de la mañana para sacar
el documento. Me enojé mucho conmigo
mismo, por permitir que me pasara de nuevo, por volver a quedarme inmóvil, por
no hacer nada. Otra vez me vieron la
cara. Otra vez el odio y las ganas de vender todo y dejar este bendito país y
su realidad violenta. Pero esa no es la solución y honestamente tampoco se cual
es. Esta historia es la mía, y es también la de todas aquellas personas a las
que les toco sufrir en carne propia un robo. No hay moraleja en este texto, lo
lamento. No hay consejos tranquilizadores tampoco. Traten de prestar atención,
tengan cuidado pero por sobre todo, si les pasa o les pasó no dejen que los
traume, porque entonces los ladrones habrán ganado mucho más que lo que nos
robaron. Hasta la próxima.-
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