No puedo recordar un solo momento de mi vida en el cual no
estuve acompañado de alguna mascota, ya sea cubierta de pelos, plumas o
escamas. Amo tanto a los animales que he
caído en cuenta que soy la clase de persona que podría tener en el patio de su
casa tanto un hámster…como un elefante. Si, es así de grave la cuestión.
Ocurre que vengo de
una familia en la cual siempre han tenido un lugar bien marcado, no como simples
guardianes ni adornos impolutos y pomposos, sino como un miembro más, aún
cuando los especialistas aseguran que esto no siempre es del todo bueno, tanto
para ellos como para nosotros, los dueños. Reconozco que siendo un niño muchas
veces mi forma de demostrarles amor era al menos, cuestionable, como aquella
vez que intenté hacerle tragar un autito de plástico a Dufy, el perro de mi
abuela en un numero de magia que no acabó muy bien, o esa tarde que bañé a
Romina, la gata de mi tía y terminé empapado y arañado, por contar un par de
las más graves. En este preciso momento de mi vida tengo 7 gatos y 3 perros, lo
cual me convierte a los ojos de mis amigos y allegados en “el loco de los
bichos”, lo cual me hace cierto ruido pero, bueno, algo de razón tienen.
Con mi batallón canino y felino tengo aventuras y
desventuras diarias, no lo voy a negar. No es fácil. No es aconsejable a menos
que realmente puedas tomar semejante responsabilidad. Porque no importa el
tamaño ni la raza, necesitan mucho cuidado y atención. Hay que estar dispuestos
a cuidarlos, pero cuidarlos en serio y estar con ellos. A mí hasta los horarios
de ingreso y egreso de casa me tienen cronometrados; sólo cinco minutos de
retraso y comienza la serenata pseudo-punk en pos de mi aparición en escena. Las
comidas son divismo puro: Silvestre (el gato más joven) no come si Regín (la
perra más grande) está presente o a menos de dos metros de distancia y
viceversa, el plato con agua debe estar siempre lleno; si esta por la mitad, no
toman y te miran como un cliente con la mosca en la sopa miraría al mozo. Créanme
que es un esfuerzo descomunal a veces
llegar muerto después de nueve horas de trabajo y encontrar la energía para
interactuar con ellos, pero el amor incondicional y la recompensa de ver esas
colas moverse cual hélice de helicóptero lo valen. No hay que olvidarse que
ellos siempre dependen de nosotros, y no podemos fallarles. Nunca.
Para cerrar toda esta charla que comparto con ustedes de mi
pasión por los bichos (como dicen mis amigos) y demás me lleva a reflexionar en
que mis hijos, que llegarán a mi vida en algún momento, me van a dar vueltas
como una media, tal como lo hacen mis mascotas hoy. Lo único que les pido, si
alguna vez leen esto: hijos míos, sean buenos con los animales y no me hagan
gastar mucha plata, que Papá es medio tacaño, pero los ama con todo el corazón.-
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