sábado, 14 de julio de 2012

Música


Pocas son las cosas que sirven como fuente de inspiración y de energía  en mi vida como la música. Sintetizando: no podría vivir en un mundo donde ella no existiera. La banda de sonido de mis días tiene miles de colores, rostros e instrumentos, algunos guardados en la memoria de mi celular, otros en alguna carpeta en la computadora, y los más viejitos, en uno que otro casette en alguna caja juntando polvo, hoy reemplazado por su copia digital, como corresponde. Desde muy chico empezó mi curiosidad, culpa de un tío rebelde, que guardaba celoso y bajo siete llaves una colección de discos y casettes que para mi eran como un tesoro prohibido y que cada vez que el salía de casa, me quedaba horas contemplando en silencio, preguntándome quien sería el inventor de tremenda magia que permitía meter a gente con instrumentos y todo dentro de algo tan chiquito.  Aun recuerdo la primera vez que use auriculares y, ajeno a todo, empecé a cantar a vivo grito, solo interrumpido cuando desde el comedor mi abuelo, enemigo público número uno de todo formato musical que habitara en la casa, exceptuando su radio de mano en la que daba rienda suelta a los partidos del domingo, me pedía que bajara la voz y parara con mi recital a capela.
Con la adolescencia llego cierta independencia económica que, ahorros mediante, me permitía dar rienda suelta a mi melomanía. Recuerdo mi primer recital, a los 18 años, ver a toda esa gente, tan distinta entre sí como lograba conectarse y unirse, hermanarse, con algo tan simple y tan poderoso como una canción.  Y en ese momento, sentirme parte de eso era como sentirme parte del club más exclusivo del planeta.
Entrar a una disquería para mí era lo que para otros de mi edad entrar a una fábrica de chocolates o escaparse a jugar a los videojuegos. Me pasaba horas revolviendo bandejas, hasta que finalmente y ante la mirada impaciente del empleado de turno, elegía al ganador, pagaba y me lo llevaba a casa. Hoy las cosas han cambiado bastante, basta con entrar un rato a internet, y banda ancha mediante, en cuestión de minutos tenemos lo que queremos. El ritual ha cambiado, pero mi curiosidad sigue intacta porque todavía hago tiempo para engolosinar mis oídos, buscando como el primer día, hasta encontrar el disco indicado. El efecto sigue siendo tan fuerte como aquella primera vez que escuché a Michael Jackson, con solo 5 años, y supe, llámenme prodigio o ególatra, que mi vida no iba a ser la misma.
 La música une al burgués y al rebelde, une a la gente. Es viral, no tiene que ser explicada, debe ser sentida. Por eso, si me ven un día de estos, con los auriculares puestos caminado por la calle tarareando una canción, van a saber que no les he mentido en absoluto.-

No hay comentarios:

Publicar un comentario