Pocas son las cosas que sirven como fuente de inspiración y
de energía en mi vida como la música.
Sintetizando: no podría vivir en un mundo donde ella no existiera. La banda de
sonido de mis días tiene miles de colores, rostros e instrumentos, algunos guardados
en la memoria de mi celular, otros en alguna carpeta en la computadora, y los
más viejitos, en uno que otro casette en alguna caja juntando polvo, hoy
reemplazado por su copia digital, como corresponde. Desde muy chico empezó mi
curiosidad, culpa de un tío rebelde, que guardaba celoso y bajo siete llaves
una colección de discos y casettes que para mi eran como un tesoro prohibido y
que cada vez que el salía de casa, me quedaba horas contemplando en silencio,
preguntándome quien sería el inventor de tremenda magia que permitía meter a
gente con instrumentos y todo dentro de algo tan chiquito. Aun recuerdo la primera vez que use
auriculares y, ajeno a todo, empecé a cantar a vivo grito, solo interrumpido
cuando desde el comedor mi abuelo, enemigo público número uno de todo formato
musical que habitara en la casa, exceptuando su radio de mano en la que daba
rienda suelta a los partidos del domingo, me pedía que bajara la voz y parara
con mi recital a capela.
Con la adolescencia llego cierta independencia económica
que, ahorros mediante, me permitía dar rienda suelta a mi melomanía. Recuerdo
mi primer recital, a los 18 años, ver a toda esa gente, tan distinta entre sí
como lograba conectarse y unirse, hermanarse, con algo tan simple y tan
poderoso como una canción. Y en ese
momento, sentirme parte de eso era como sentirme parte del club más exclusivo
del planeta.
Entrar a una disquería para mí era lo que para otros de mi
edad entrar a una fábrica de chocolates o escaparse a jugar a los videojuegos. Me
pasaba horas revolviendo bandejas, hasta que finalmente y ante la mirada
impaciente del empleado de turno, elegía al ganador, pagaba y me lo llevaba a
casa. Hoy las cosas han cambiado bastante, basta con entrar un rato a internet,
y banda ancha mediante, en cuestión de minutos tenemos lo que queremos. El
ritual ha cambiado, pero mi curiosidad sigue intacta porque todavía hago tiempo
para engolosinar mis oídos, buscando como el primer día, hasta encontrar el disco
indicado. El efecto sigue siendo tan fuerte como aquella primera vez que
escuché a Michael Jackson, con solo 5 años, y supe, llámenme prodigio o
ególatra, que mi vida no iba a ser la misma.
La música une al
burgués y al rebelde, une a la gente. Es viral, no tiene que ser explicada,
debe ser sentida. Por eso, si me ven un día de estos, con los auriculares puestos
caminado por la calle tarareando una canción, van a saber que no les he mentido
en absoluto.-
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