A menudo me pasa que tiendo a generar lazos afectivos muy
fuertes con cosas materiales. Tal vez
para mucha gente esto suene a tonto, demasiado sensible o tal vez insensible,
pero déjenme explicarles una de mis
últimas experiencias, tal vez la más fuerte que me ha ocurrido hasta la fecha.
Hace poco surgió la
necesidad, casi inmediata, de cambiar nuestro humilde lavarropas
semiautomático. El pobre artefacto a llegado a su sexto y posiblemente último
año de vida útil con una serie de cicatrices en sus espaldas que ni el soldado
más valiente podría soportar; magullones a ambos lados, la tapa rota, el cable
parchado hasta el cansancio debido a los inclementes ataques terroristas de
Pipo, nuestra antigua mascota (QEPD mi amado conejo) y una larga cadena de etcéteras,
o mejor dicho, de golpes, para ser más exactos…
Aun lava, eso es cierto. Pero también es cierto que cada vez
que emprendemos la aventura de usarlo no solo rogamos que termine el lavado,
sino también que su traqueteo no sea más escandaloso que la vez anterior, o la
anterior a la anterior (cuenta la leyenda que, en días de viento, su marcha
estruendosa puede escucharse hasta a una cuadra de distancia).
Mientras sacábamos números y buscábamos a su posible
reemplazo en algún que otro folleto, con mi pareja empezamos a mirar hacia
atrás y a pensar en cuanto nos costó comprarlo. Ahorramos durante meses para
poder tener el que fue nuestro primer electrodoméstico. Recuerdo la emoción al
ir a retirarlo, al instalarlo en el diminuto baño de nuestro primer departamento,
el primer lavado…y es en ese punto donde muchas veces no notamos que los
objetos que nos rodean también cuentan una parte importante de nuestra historia
como personas. Si bien siempre fui consciente de ello, no fue sino hasta que
surgió la idea de cambiarlo que note cuanto lo quería, cuanto iba a extrañarlo,
y cuán importante era el apego que había generado hacia él. Porque aunque
parezca sin importancia cuenta un pedacito de mi vida, en este caso de
sacrificio. A escondidas le dediqué algunas lágrimas, y le hice la única promesa de usarlo hasta el final. El se lo
merece. Todavía le quedan un par de historias por contar.
El apego a las cosas materiales, a los objetos que
simbolizan algo fuerte para nosotros no es algo que deba avergonzarnos. Sentir
esa sensación en el pecho, mezcla de recuerdos y emoción, lazo inequívoco a momentos únicos de
mi vida, sepan que realmente, no tiene precio.-
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