Es domingo y honestamente no me levanté de buen humor, culpa del perro de al lado que se ha dedicado
a llorar toda la bendita noche sin que mi vecino tuviera la más mínima
intención de fijarse que le pasaba al pobre animal. Son las diez de la mañana y
el sol ya raja la tierra sin piedad. A lo lejos se escucha el camión del
huevero, que cada oferta y oferta sube el volumen y larga un cuartetazo asesino
que hace que mi dolor de cabeza se incremente aun más. Estoy deseando darme una
ducha refrescante, leer el diario y dedicar el resto del día a hacer
absolutamente nada. Mientras me tomo unos mates me miro al espejo y tengo
unas ojeras bastante grandes, pero a mis mascotas no parece importarle mi cara
de sueño porque insisten hasta que finalmente me arrastran al patio a jugar con
ellos. Este es uno de esos días en que
desearía que los lentes oscuros vinieran incorporados al cuerpo,
definitivamente. Según la creencia popular, éste es un día creado para
descansar, que se debe usar para ir a misa, de paseo o a visitar a algún
pariente. Para mí no existe un momento más monótono en la semana que el
domingo. Trato de recordar algún momento en mi vida en el cual pasara algo
definitivo, pero la verdad es que siempre me ha parecido lo mismo; puedo
relajarme y pasarla bien un viernes por la noche con amigos y música, un sábado
durante todo el día, pero el domingo me pone verdaderamente triste. Una
sensación de vacío se apodera de mí ser y no me permite disfrutar. Mejor ni les digo si además de ser domingo,
llueve ¡combo terrible!
Durante mi infancia, el día domingo era el más temido de
todos, ése que dedicaba a repasar para la clase del lunes y a ordenar los
útiles dentro de la mochila. A veces llorando abrazaba a mi mamá y al
preguntarme que qué me había pasado, yo sólo podía contestar entre sollozos:
“es que…¡es domingo!” antes de volver a abrazarla bien fuerte.
También era el día para visitar a mis bisabuelos, que vivían
cruzando la ciudad. Después de varias horas, cuando era el momento de emprender
el regreso a casa por lo general me quedaba dormido en el camino, y siempre al
despertar reprendía a mis viejos porque habían permitido que me durmiera,
perdiéndome según mi pobre inocencia de las conversaciones en las cuales
obviamente no tenía ni voz ni voto, aún estando despierto. Distinta era mi
historia de domingo cuando, ya siendo grandecito, empecé a salir y volvía a casa bien entrada
la madrugada; mi día se me iba en dormir para reponer energías (y recuperarme
de la resaca, digámoslo sin rodeos que no soy ningún santo, ¿eh?). De repente
ya era lunes y había que empezar toda la rutina otra vez.
Hoy, como les contaba
al principio, mi adultez transcurre diferente, pero la melancolía sigue ahí,
inamovible. Mejor me apuro porque el
delivery de helado me cierra y a las tres y media en la tele dan una de ésas
películas deprimentes y en blanco y negro que tanto me gustan porque…¡son tan
de día domingo por la tarde! Hasta la próxima.-
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